A principios de octubre, fue el Día Mundial del Hábitat, una fecha que recuerda algo que muchos desconocemos: que la vivienda es un derecho humano reconocido en la normativa internacional.

Aunque la vivienda se haya convertido en la mayoría de los países en un bien exclusivo y su industria sea una de las que más especulaciones y dinero negro mueven, según la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 25.1). Y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 11.1):
Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad.
Qué significa el derecho a la vivienda
Según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, este derecho no se basa solo en disponer de un techo bajo el que cobijarse. La vivienda debe de ser digna y adecuada. Debe estar ubicada en un entorno con todos los servicios urbanísticos y con los suministros y medios necesarios para el desarrollo personal, familiar y vecinal de las personas que viven en ellas, de acuerdo con los estándares de una sociedad avanzada.
Además, se debe poder acceder a ella con unos costes que sean soportables según los ingresos de las familias. Y, una vez en ella, se debe tener la seguridad de poder vivir con una cierta continuidad en el tiempo: sin amenazas de desahucios, hostigamiento y otras intimidaciones.
La realidad
Sin embargo, en casi todos los países la vivienda es percibida y tratada como un bien de inversión, en vez de un bien de primera necesidad, para muchos incluso, es un lujo o el resultado del trabajo de toda una vida.
Es innegable que durante la pandemia de COVID-19, la vivienda ha vuelto a mostrarse como uno de los derechos más vulnerados.
Carecer de un hogar supone una barrera en el desarrollo de las personas y puede provocar situaciones de exclusión social, por lo que las administraciones públicas deberían tener la obligación de buscar soluciones para garantizar el derecho a una vivienda digna y adecuada.
Sin vivienda y en pandemia
Según datos de la OMS alrededor de 1.800 millones de personas, más del 20% de la población mundial, carece de una vivienda adecuada. Y se calcula que unos 1.000 millones de personas viven en asentamientos informales. Además, otros 100 millones no tienen hogar.
Según los reportes de Amnistía Internacional, las personas sin hogar viven en condiciones de vida insalubres , por lo que la pandemia generada por el COVID-19 representa una amenaza grave e inmediata para su salud y su vida.
Por ejemplo, hoy sabemos que más de 2.100 millones de personas carecen de agua potable en sus hogares; y más del doble no dispone de saneamiento seguro. Considerando esto, el 40% de la humanidad carece de instalaciones básicas de lavado de manos.
La contradicción del #QuédateEnCasa
Acceder a una vivienda, en tiempos de pandemia, es más imprescindible que nunca, una cuestión de vida o muerte. Sin un lugar estable y seguro para vivir es imposible protegerse a sí mismo y a las demás personas.
Sin embargo, muchas personas han tenido que hacer frente a situaciones de vulnerabilidad extrema en todos los países del mundo.

Hacinamiento y precios abusivos
La crisis sanitaria ha dejado en evidencia el acceso a la vivienda en las grandes ciudades segregadas.
La desigualdad se ha apoderado de las grandes capitales, sobre todo en Latinoamérica, avalando la existencia de un mercado formal excluyente para la media de la población.
A esto, se suma la proliferación de un mercado informal abusivo, que ofrece sin escrúpulos hacinamiento, instalaciones sanitarias y eléctricas inseguras, a precios que no se corresponden con la oferta habitacional.
Una vez más, las familias más vulnerables, monoparentales y/o migrantes han sido los más expuestos a contagios, precarización y falta de alimentos y servicios básicos durante la pandemia.
La vivienda en Chile en datos
En Chile, de acuerdo con la encuesta CASEN un 6,5% de las viviendas presentan algún grado de hacinamiento, siendo mayor en las regiones de Arica y Parinacota con 7,8% y Tarapacá con 13,5%, en tanto en la región Metropolitana de Santiago se eleva hasta un 8,1%.
Estas cifras dejan al descubierto que mientras organizaciones gubernamentales, académicas y no gubernamentales hablan de Smart Cities, el sistema sigue construyendo y permitiendo el crecimiento de ciudades excluyentes, en donde las desigualdades y la brecha de oportunidades se hace cada vez más evidente e intraspasable para quienes nacen del lado de la precarización.
En el caso de la Región Metropolitana, el déficit habitacional cuantitativo llega a 270.714 viviendas, mientras que el hacinamiento alcanza un 8,1% de los hogares de la región (CASEN, 2017). Esto significa que cerca de 77.000 familias viven hacinadas.
Es evidente que guardar cuarentena se transforma en un gran desafío cuando una o más personas deben compartir el dormitorio, cuando su comida depende del trabajo informal del día a día.

La evidencia que nos deja la pandemia
El coronavirus ha evidenciado la fragilidad de la política habitacional y el descuido por parte de leyes normativas que regulen las condiciones en las que se ofrece la vivienda para los colectivos menos favorecidos.
Ojalá este 2020 no pasé en vano y que la evidente necesidad de crear una seguridad social que garantice las condiciones mínimas de habitabilidad sean dadas para todos los ciudadanos, que el hacinamiento, la falta de servicios sanitarios en condiciones y la falta de garantías estructurales comiencen a ser parte de la conversación política. Que los hogares dejen de ser bienes de consumo y se consideren un derecho humano básico esencial.
Impure